EXISTEN DOS anécdotas de mi niñez que con el tiempo han adquirido para mí un significado oscuro, casi trágico. La primera es que de niño yo no me quería creer que un roble o un pino o un eucalipto crecieran tan lentamente: pensaba que los árboles, cuando te das la vuelta, aprovechan para crecer rápido. Cuando he llegado a la edad adulta me he dado cuenta de que esa anécdota ejemplifica que yo, a los seis o siete años, ya estaba lleno de ansiedad y tenía dificultades para aceptar el ritmo natural de la existencia, que es un ritmo lento, en el que casi nunca pasa nada.

La segunda anécdota tiene que ver con el cielo: de niño me pasaba horas mirando el cielo para descubrir “un agujero”; pensaba que en alguna parte de él, cuando se movieran las nubes, aparecería un pequeño boquete por donde las águilas o los aviones se escapan. Entonces no le daba a esa búsqueda un significado profundo, porque era un niño, pero hoy lo veo muy claro: desde el minuto uno de mi vida yo rechazo las limitaciones de la existencia, a la que considero una prisión, y quiero evadirme.

Quiero escapar de la limitación espacio, la del planeta Tierra, y quiero escapar de la limitación tiempo, pues en algún punto kilómetrico del futuro está la muerte. Y quiero que los árboles crezcan rápido, mucho más rápido…